La vida tiene algunos momentos en los que uno sólo puede decir, ¡efectivamente! Lo he comprobado. Por supuesto, esa exclamación viene dada por el diálogo interno del emisor.
Algo así como cuando uno sale del trabajo hecho una puta braga pero contento porque le ha cundido y porque, coño, tiene trabajo, que no es poco con los tiempos que corren, y se sube al coche pensando que llegará a casa, querrá tirarse en el sofá un ratito, quizás mirar la tele (que no verla, que eso duele y es criminal para las neuronas), hacer el amor con el/la churry y echarse entre pecho y espalda un buen par de cervezas bien fresquitas. Eso sería lo ideal, pero somos realistas y el que se sube al coche lo hace pensando que tiene que pararse a comprar en el súper comida para el perro, que el/la chati seguramente también está currando (con suerte) y que por tanto los críos han tenido tiempo y ocasión para liarla parda mientras estaban solos, porque la escuela de verano está muy cara y los canguros, más.
¡Y efectivamente! (Y piensa: ¿por qué no me vasectomicé, por qué, por qué?).
Llega a casa el susodicho y se encuentra un cristo: los críos emplumados, el perro aterrorizado y escondido en la carbonera, la cocina a medio arder y los coches de la calle bombardeados con los huevos de la nevera con los que contaba para cenar.